El hombre desconocido se sentó en la silla que le indiqué. Miró hacia la mesa En esta había un montón de libros; junto a los libros un biberón. En ese instante, un gato blanco y negro que había permanecido invisible y atento saltó sobre sus rodillas. El hombre lo acarició con cariño y volviendo sus ojos hacia mi, dijo:”Bueno… cuéntame tu vida”.
Esto sucedió el día que conocí a Rafael Molina, que regentaba en horario de tarde una librería de viejo situada frente a la iglesia de San Sebastian, en la madrileña calle de Atocha. Por las mañanas ejercía de subordinado en una empresa que fabricaba trenes. Aquella oficina,-por lo que él contaba a veces- debía de ser mas bien siniestra, y el espacio de libertad, la ruta de escape, eran para él unas pocas horas de la tarde en la librería.
Entre aquellos miles de volúmenes que exhalaban ese olor que tantas veces reputamos como abominable y dulzón, nos vimos y hablamos muchas veces, muchas. Aun así, cuando se fue, lamenté que no hubieran sido más.
Rafael era un hombre atento, circunspecto, amable y cumplido. Siempre la impecable chaqueta cruzada –a lo Tierno Galván-, la sempiterna pipa en la mano, y como fondo ambiental una pequeña radio con el dial clavado eternamente en la música clásica. Rafael era también melómano, wagneriano y , sobre cualquier director de orquesta, partidario de Ataúlfo Argenta.
Como librero de lance, su amor por los libros y su maduración en copiosas lecturas lo invalidaban un poco. Le faltaba ese instinto de presa propio de los que hacen negocio. Su bondad y empatía con los clientes, le hacían marcar a la baja los precios, y era incapaz –en la espinosa zona de las compras- de aprovecharse de la circunstancial debilidad del que acude a vender sus libros a la librería de lance. Nunca se aprovechaba de las circunstancias y, en más de una ocasión, le ví tasar por encima del valor-perdiendo en la compra-solo por que el cliente era alguien especialmente débil.
En aquel espacio maravilloso, que pese a no contar con aire acondicionado tenia un microclima propio, frío en verano y cálido en invierno, pasamos muy buenos ratos, charlando a veces con personajes interesantes, de esa galería de tipos que el libro viejo atrae y reúne por extrañas afinidades. Ambos compartíamos un mismo mundo de lecturas y también un cierto sentido, fundamentalmente estoico y escéptico, de la vida.
En el fondo de la librería, justo antes de la tenebrosa trastienda también llena de libros en cajas de cartón, se hallaba el puesto de mando, iluminado por un pequeño flexo. Bajo su luz, la cajita del dinero, las pipas, el cenicero lleno de cerillas consumidas en sucesivos y frecuentes encendidos y, siempre algunos libros, las lecturas del tiempo. Mas atrás, una gran estantería repleta cerraba la perspectiva y , en ella, colgada a media altura, una foto en blanco y negro de un gato también blanco y negro.
Rafael partió con rapidez y antes de tiempo. Fue fulminado por un infarto en el salón de su casa, sentado en un sillón y con un libro en las manos. La semana anterior había sido especialmente dura en la oficina siniestra de las mañanas, un nuevo jefe recién llegado a la corte desde Beasain o donde estuviera la maldita fabrica de trenes, había puesto a prueba la paciencia de nuestro hombre, hasta el punto de que en los últimos días, casi no se quitaba la pipa de la boca, ni para comer. Cuando supe la noticia, les maldije de corazón.
Recordé entonces que, no hacia mucho, habíamos hablado de la muerte. La cosa vino por un comentario sobre la versión de la Biblia de los setenta. En ésta, no se nombra para nada a Jeovah, sino que el nombre inefable es Adonai. Cuando nos despedimos me dijo: “Bueno, pienso que cuando nos toque ir a ver a Adonai, lo que espero que suceda es que todo hombre , animal o planta que haya sufrido, sea compensado”.
Ahora, mucho tiempo después, imagino que el cielo de Rafael Molina será algo como la inmensa y borgiana biblioteca de Babel, pero donde también suenen los últimos lieder de Strauss y haya excelentes tabacos de pipa , gatos elásticos e inteligentes y agradables conversaciones con su puntito de ironía y humor. Donde el descanso eterno sea un movimiento eterno hacia el conocimiento. Una teología a medida de los buscadores de la verdad y de los que viajan a través de los libros.
Si. Uno de estos fue Rafael Molina, amigo de los libros.
Y amigo de los gatos.
domingo, 23 de noviembre de 2008
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2 comentarios:
rafael molina terminará de leer su obituario y sonreirá sin retirar la pipa de la boca...
resulta abrumador ver como puede condensarse toda una vida, toda una persona (o lo que conocemos de ella)en lago tam pequeño como esas palabras; es como la sensacion que se tiene al sostener una bellota y al imaginar lo que esta podria llegar a ser, solo que al reves.
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