Las piedras en el lecho del arroyo, inalcanzables bajo el cristal del agua, son el igual de las constelaciones. Triplemente lavados significantes del misterio.
Bajo la herrumbrosa hoja de la guadaña cae, quejándose, el verde otoño. El prado limita con su pared de caliza el oscuro asalto de los robles. Es la hora lóbrega, cuando sólo el espejo moribundo del charco muestra el agonizante yermo del cielo. La sombra desagua sobre los valles. No hay estrellas.
Tomo tu mano y te digo: Quédate aunque hayas muerto. Quédate conmigo. Atardecer del tiempo donde el sendero ha ido a dar en una hemorragia de hierba sin huellas. Quédate aunque sólo seas frágil memoria.
Corona de muérdago. Roble.
Blanca corteza de los abedules.
Indescifrable caligrafía de la primera nieve.
Velas que arden en lo oscuro.
Espino albar quemado en el corazón.
Era Noviembre sin piedad.
Agua gris golpeada de rosas.
Inquietud sin esperanza.
De rodillas sobre la lápida
La soledad busca su otra mitad.
Aceite y sangre que arden
Y no hay otro nombre bajo el cielo.
En la luz contraída bajo nubes rosadas se agita la bandada de estorninos. Múltiple mancha que viene a sumergirse en los árboles aventada por la mano infinita. Allí, la helada nos ha besado esparciendo limaduras de sufrimiento. En esa herida de fríos labios fríos como la muerte se siembra de rodillas.
El tiempo añadido a tu corona,
deja caer sus lagrimas de cera.
lunes, 8 de diciembre de 2008
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